miércoles, 7 de marzo de 2018

ACERCA DE MIS PADRES


Imagen: Mi ñarki wenvy AKUCA
Fotografía: Erwin Quintupill (enero, 2017)

El día en que nací, mi padre biológico no estuvo a mi lado, ni se interesó por saber de mí. Fui un niño abandonado por su progenitor[1]. Mi madre biológica (no mapuche) se las arregló para criarme, de un modo semejante – supongo – a como lo han hecho/hacen miles de mujeres; pero, en algún momento la situación se le complicó y salió en busca de ayuda o mejor dicho de alguien que siguiera conmigo, sustituyéndola. La conozco y nunca me comentó la causa que la llevó a aquello; probablemente, no le aceptaron trabajar conmigo. Ella toda su vida fue empleada doméstica. La cuestión es que un día del verano del 60 llegó hasta Saltapura, en busca de mi abuela paterna, para pedirle que se hiciera cargo de mí[2]. (Al parecer, el progenitor aún no se daba por enterado). Mi abuela no quiso quedarse conmigo. Yo estaba afectado – al parecer – de sarna, porque cuenta la tía Zoila que solía llevarme (mi madre biológica) a la quinta, para echarme jugo de siete venas en los granos.

En ese contexto hicieron su aparición Juan Bautista Raguileo Lincopil y Carmela Ñancupil Lienleo. Ellos eran un matrimonio que – a ese entonces – tenían siete hijos e hijas. La menor de todos tenía ya más de cinco años… y decidieron tener un hijo más. Fueron hasta donde se estaba quedando mi madre biológica y se ofrecieron – generosamente – para hacerse cargo de mi crianza, por el tiempo que quisiera. Por eso se transformaron en mis padres.

Más o menos en ese tiempo, mi padre biológico apareció para reconocerme legalmente como su hijo. Era un hombre joven por entonces, de unos 25 años aproximadamente. Sin embargo, él contrajo matrimonio con otra persona y me veía sólo en los veranos – por unas horas – cuando se aparecía en plan de vacaciones. En esas ocasiones solía traer algunas cositas para el niño: un par de cortes de género, que mi mamá transformaba en calzoncillos y camisas, y algunos juguetes[3].

Mi madre biológica tuvo algún contacto conmigo, por medio del correo. Alguna vez me envió un par de libros: eran novelas de aventuras. También me hizo llegar un silabario, el del ojo. Recuerdo como algo excepcional una torta o algo parecido y desconozco como llegó hasta nuestra casa en Saltapura; pero, tengo la impresión de que fue un regalo de ella. Más no recuerdo; pues, nunca volvió…

Para mí, ambos padres biológicos fueron desconocidos durante mis primeros años. Cuando me enteré de sus existencias, asumí que eran mis padrinos. Mientras tanto, mis padres me criaban como a un niño mapuche: se preocupaban de mi alimentación, de mis ropas, de asearme y de darme mucho afecto. Yo, definitivamente, era el regalón. No recuerdo que me hayan golpeado o de que me hayan castigado ejerciendo violencia física. Me amenazaron con castigarme, sí; en más de una ocasión; pues, debe considerarse que siempre fui de carácter fuerte.

Como parte importante de mi educación me narraban epew y también adivinanzas. Yo pedía que lo hicieran, insistentemente. También les escuchaba hablar en mapuzugun. Siempre estaban hablando y rara vez discutían con vehemencia. Nunca les vi golpearse ni decirse groserías, ni siquiera usaban la palabra “weón”. Según ellos, era feo.

Un día de esos, consideraron que era el momento de enseñarme a escribir y a leer el castellano. Y lo hicieron. Mi hermana Miriam que empezaba a ser adolescente, se sumó con entusiasmo a la tarea. También me enseñaron los números, a sumarlos y a restarlos. Me hablaron de lo bueno del saber. Así entendí que llegar a ser considerado kimce era una meta de cualquier persona que se preciara a sí misma.

Hace 23 años que ya no están. Al día siguiente de haber sepultado a mi papá, mis hermanos se reunieron en el patio de la casa, para tomar algunos acuerdos. Me informaron que él – mi papá – dejaba ordenado que de lo que dejaba como herencia se repartiera entre todos, incluyéndome. Había dicho que si yo deseaba construir un colegio, lo hiciera en donde pensaba hacerlo. Así me enteré de que su afecto de padre iba más allá de todo lo pensado hasta entonces. Yo fui y sigo siendo su hijo, el de Juan y Carmela. Ambos me amaron infinitamente, me hicieron suyo, me dieron una identidad y un sentido de vida. Todo lo que soy se los debo a ellos, pues aunque no pudieron darme apoyo económico para que estudiara, todas mis opciones en el plano social y político están atravesados por el estilo de vida que tuvieron. Cualquier cosa que mis hermanos/as hagan o no hagan, no me los quitará de la cotidianidad. Están en mis sentimientos y pensamientos a diario, en cada logro significativo. Los demás podrán fallarles, incluso olvidarles; menos yo.



[1] Se llamó Francisco Quintupill Lienleo y falleció en 1982.
[2] Probablemente, su familia o su madre tampoco quiso o pudo hacerse cargo de un crío de año y medio de edad.
[3] Años después me di cuenta que en la fábrica en que él trabajaba acostumbraban hacer una fiesta para los niños en el día de Navidad, y entregaban juguetes como los que él me llevaba hasta Saltapura. Entonces, pensé que quizás no los compraba.

1 comentario:

Unknown dijo...

Que bonito y puro sentimiento. Siempre ha sido más hijo que otros. No sólo los viejitos deben haberlo notado.
Se agradece su compromiso y entrega.
Se le quiere gratis y de verdad.